San Jeronimo
La vida del que había de ser proclamado Doctor Máximo en la exposición de las Sagradas Escrituras
La vida del que había de ser proclamado Doctor Máximo en la exposición de las Sagradas Escrituras, puede dividirse en cuatro períodos, desde el año de su nacimiento (344) hasta su muerte (30 de septiembre del 420). Primero, hasta 366, en que recibe el Bautismo. Segundo, hasta su establecimiento en Roma como Secretario del Papa San Dámaso, en 382. Tercero, hasta su partida de la Ciudad Eterna y establecimiento en Belén, entre 385 y 386. Cuarto, sus treinta y cuatro años de estancia e intensa labor en Palestina. — Fiesta: 30 de septiembre. Misa propia.
El que había de ser uno de los más sabios varones de la antigua Iglesia y el más apasionado enamorado de los libros, fue un niño perezoso y en su adolescencia un estudiante adocenado. Su hogar —casa de propietarios opulentos, en Stridón, ciudad de la Dalmacia— era demasiado confortable para que no se sintiera inclinado a la holganza.
A sus quince años se despierta en Jerónimo el deseo de saber, y a poco le domina. El padre, intuyendo su extraordinaria capacidad, piensa en la manera de dar cauce normal a su aplicación, y determina enviarlo a Roma para que se forme en las letras humanas al lado de famosos maestros.
Hay que decir aquí que llevaba buena formación religiosa y moral. No la habían descuidado sus progenitores, aunque, siguiendo una pésima costumbre de la época, no se le había bautizado aún. Gracias a esa arraigada religiosidad y al hábito en el bien, el futuro portento del cristianismo no se descarriará de la recta senda ni será víctima de los vicios de la juventud, ni siquiera en la frívola capital del Imperio. Ya provecto, nos hablará de sus antiguos pecados, pero todos los biógrafos opinan que no pasaron ellos de simples salpicaduras del ambiente. Lo cierto es que fue un escolar serio y que su pasión por el estudio no le dejó tiempo ni espacio para vicios.
Sus progresos literarios fueron rápidos. Con increíble celeridad se adueñó de todos los secretos de la lengua y la elocuencia latinas, de modo que a los dos años de estancia en Roma —tendría escasamente unos veinte— era ya un verdadero escritor y un orador notabilísimo. Conjuntamente con el estudio de autores romanos, también cultivó allí —aunque con menor intensidad— el conocimiento de los clásicos griegos.
Sabemos que fue bautizado por el Papa Liberio (352-366), en los últimos meses de su pontificado. Antes realizó un viaje a las Galias y pasó una temporada en Tréveris, donde residía a la sazón la corte del emperador Valentiniano I. ¿Buscaba algún empleo en la Corte? Así se ha sospechado. Lo cierto es que nunca abandonó el trabajo intelectual y que allí descubrió una literatura que hasta entonces había desconocido: la eclesiástica, de la cual se enamoró con entusiasmo.
Las noticias que nos da sobre muchas ciudades de Francia y del Rin revelan que visitó gran parte de aquellas comarcas y que nada perdonó para adquirir nuevos conocimientos, ya en bibliotecas, o en conversaciones con los sabios.
A sus veintidós años se dirige a la ciudad de Aquilea, metrópoli de su provincia natal, donde entra en una especie de cenáculo de hombres ilustres dedicados a la meditación y a la investigación histórica y bíblica, y traba amistad con algunos de ellos.
Un tiempo más tarde, se embarca con el anhelo de recorrer parajes donde pueda ahondar en el conocimiento de la Antigüedad y del idioma griego. Visita Atenas, la Tracia, toda el Asia Menor, se detiene unos días en Jerusalén... Y en todas partes reza en las iglesias, visita monasterios, habla con maestros prestigiosos y con austeros solitarios.
En 374, a sus treinta años, le encontramos en Antioquía. Escribe allí algún ensayo escriturístico. Queda descontento de sí mismo. Se siente poco preparado para escribir sobre la Biblia, lo mismo en el orden técnico que en el espiritual. Comprende que para una tal dedicación la Santa Escritura ha de ser intensamente estudiada, abundantemente bebida en sus versiones más vetustas y en sus textos originales, y que tampoco se ha ejercitado lo suficiente en la vida de soledad y penitencia. Decidido a practicarla, sale de Antioquía y se interna en el desierto de Galias, poblado de numerosos monjes y anacoretas...
Allí, a través de sus ayunos y acerbas austeridades, pasa largas angustias y luchas casi desesperadas, que nos ha dejado descritas en páginas de belleza inmortal: luchas que amenazan su perseverancia, que enturbian su alma, que ponen en peligro su pureza. Para reducir los ímpetus de la carne y reprimir la imaginación, recurría, no menos que a la penitencia, al estudio.
Bajo la dirección de un monje judío, convertido al cristianismo, empezó a aprender el hebreo, cuyas dificultades le resultaron enormes. No dejaba abandonada la lectura de los clásicos paganos. Precisamente pertenece a esta época un dramático sueño referente a ella, que el mismo Santo nos cuenta.
Sintióse transportado ante el tribunal del Juez Supremo, donde una voz le pidió cuál era su condición. Respondió que era cristiano. Pero el Juez le dijo: «Mientes, tú no eres cristiano, sino ciceroniano, pues donde está tu tesoro, allí está tu corazón». Entonces el Juez mandó azotarle.
Recibía él los azotes postrado en el suelo y clamando: «Señor, Señor, ten piedad de mí».
Por fin, algunos que se hallaban a su alrededor suplicaron al Juez perdonara al flagelado y le concediera tiempo para hacer penitencia. Añade el Santo que se vio absuelto después de haber jurado no leer libros profanos.
Naturalmente, no se creyó obligado a cumplir el juramento, hecho en sueños y sin uso de la voluntad. Pero sí refrenó la lectura de obras paganas, dedicándose más intensamente a las sagradas y eclesiásticas.
Otras molestias perturbaron su paz, principalmente las numerosas visitas que venían a consultarle problemas que agitaban a la iglesia de Antioquía. Hastiado, deja el desierto y se cobija precisamente, otra vez, en la ciudad, donde podrá juzgar mejor de las cuestiones suscitadas.
El Obispo le fuerza a recibir el sacerdocio, y accede a condición de no ser obligado al servicio de la Diócesis: percibía que sus proyectos culturales le exigirían mucha libertad de movimientos. Es ordenado en 378; y dos años más tarde lo encontramos en Constantinopla, en vísperas del segundo Concilio Ecuménico, celebrado allí en 381. En tal ocasión contrae una serie de amistades excelsas.
El Papa San Dámaso convoca otro Concilio en Roma, y el Santo tiene deseos de acudir, para acabar de ver dilucidadas algunas cuestiones del Oriente.
Parte, pues, de Constantinopla. Interviene en el Concilio romano. El Papa queda prendado de su competencia y le nombra Secretario. Después, cobrándole cada día nuevo aprecio, le confía dos grandes trabajos bíblicos: la revisión de la primitiva versión latina de los originales griegos de los Evangelios, en la cual se habían introducido, a través de las copias, muchas alteraciones; y la revisión, asimismo meticulosa, del Salterio, en el cual habían deslizado también no pocas corrupciones.
Al establecerse en Roma, su fama había llegado ya a la ciudad. Su intervención en el Concilio la consolidó rotundamente. Por otra parte, la oración y la penitencia habían suavizado su genio, sin menoscabo de su energía. Se había hecho más accesible, más humano. Todo ello hizo posible que al poco tiempo se convirtiese nada menos que en paternal director de un grupo de mujeres de la más exquisita femineidad que, bajo su égida firme y prudente, iban a marcar un reguero de luz en la historia de la piedad católica.
Hubo una conquistadora del severo Doctor. Dice él mismo que procuraba mostrarse muy arisco con las damas romanas, pero que aquella fue tan impertinente que logró vencer su reserva. Era Marcela, nobilísima viuda, que había convertido su palacio —situado en la colina del Aventino— en casa de oración y cenáculo de estudios religiosos.
El Secretario del Papa se dignó aceptar la dirección de aquel cenáculo, formado por ilustres señoras y damiselas, unas entrenadas más que otras en los ejercicios de la devoción y de la ascesis y en los conocimientos escriturísticos y teológicos. Algunas no habían abandonado todavía las vanidades propias de su sexo y ostentaban la elegancia y riqueza de sus vestidos, el brillo de sus joyas; pero otras vestían casi monásticamente.
Hablemos, por lo menos, de Paula y de sus cuatro hijas: Blesila, Paulina, Eustoquia y Rufina. Paula, dueña de una cuantiosa fortuna, viuda a los treinta y cinco años, será la penitente sin par, tan amada por los siglos devotos; mujer cultísima, hablaba griego, conocía el hebreo, sabía captar los salmos davídicos en su lengua original.
Bajo la dirección espiritual de Jerónimo, se transformó en poco tiempo de ostentosa dama en la señora más sencilla y modesta, la más clemente para con los pobres. Entregada a la severa expiación de lo que llamaba su vida mundana, progresó sin cesar en todas las virtudes.
Blesila, su hija mayor, quedó viuda también muy joven y se transformó, asimismo, por completo, como preparándose para su muerte, por cierto prematura. Paulina era equilibrada y apacible, piadosa y saturada de buen sentido. Eustoquia, la hija tercera, fue la más fervorosa y recibió del Papa Dámaso el velo virginal; era reflexiva, acendradamente enérgica y todo un carácter. Rufina, niña de unos doce años por esos tiempos, gustó siempre también de la piedad y las lecturas santas.
El Círculo del Aventino duró unos tres años, con sesiones frecuentísimas, y constituyó una de las realizaciones del noble feminismo que mayor eficacia han tenido a través de los tiempos. Fue, ciertamente, una novedad. Aquellas matronas y jóvenes romanas eran el exponente de una emancipación desconocida, la de la mujer.
La Iglesia del siglo IV, al pedir o aceptar de las mujeres, no solamente sus obras de caridad o sus oraciones, sino también su trabajo intelectual, operaba una verdadera revolución en pro de la dignidad femenina; revolución que influirá de un modo positivo en el desarrollo e integración histórica del espiritualismo cristiano.
El prestigio del sabio extranjero y su influencia en la sociedad romana fueron creciendo de día en día. Era natural que surgieran los envidiosos y los chismosos. Como suele acontecer en semejantes casos, hubo murmuradores que le censuraron por laxo y otros por rigorista. Éstos se contentaron con el vulgar denuesto de sus supuestas exageraciones ascéticas, pero los primeros no tardaron en esgrimir el arma de la calumnia.
Cierto era que el influjo de Jerónimo en las concurrentes del Aventino no se redujo al campo de su formación doctrinal, sino que trascendió de un modo intenso a la vida moral de cada una.
Pronto fue el director espiritual de todas: director duro, autoritario, pero lleno a la vez de ternuras paternales. Las incitaba a las virtudes más austeras y a la práctica de los consejos evangélicos; las encarriló en las obras de la más abnegada caridad, el cuidado de enfermos, el trato fraterno de los pobres, la limosna sin cálculos; las estimulaba a ejercicios de penitencia rudísima. Pero al mismo tiempo las amaba con purísima dilección apostólica.
Víctima de una rápida enfermedad, falleció Bresila en 384. Concurrió al sepelio toda la aristocracia romana. La madre quiso seguir el féretro, pero cayó rendida en mitad de la ceremonia litúrgica.
Y empezó a correr el murmullo de los maledicientes: «Ved a la madre llorando a su pobre hija, víctima de sus ayunos y mortificaciones. ¿Quién se la mató sino ese monje nefando? ¿Cuándo será que echemos de Roma a ese hombre funesto, mimado de las más ricas matronas?».
Entre los murmuradores, no faltaban algunos familiares de las discípulas de Jerónimo y algunos clérigos, indignados por la acritud con que el Secretario Papal había reprendido en alguna ocasión sus descuidos...
A fines del mismo 384 fallecía el Papa Dámaso, y Jerónimo dejaba la cancillería. Sus adversarios tuvieron gran alegría, al ver que se acababa de quedar sin el augusto apoyo que hasta entonces le había sostenido, y fueron creando en torno suyo una atmósfera de odio.
Hacia la primavera del año 385, alguien insinuó la infamia, con que Jerónimo no contaba, incriminando su amistad con Paula, la santa viuda, en cuya casa se había refugiado mientras maduraba sus planes para un futuro próximo. Comprendió él al instante que su misión en la Ciudad de los Papas había terminado, y se dispuso a dejarla para siempre.
Acompañado de su hermano Pauliniano y de algunos monjes, se dirigió, lleno de amargura, al puerto de Ostia, y embarca con ellos rumbo hacia Chipre, donde fueron recibidos gozosamente por San Epifanio, Obispo de Salamina.
Pasaron después unas semanas en Antioquía. Y allí fue a reunirse con ellos otra comitiva, que les andaba buscando que había salido posteriormente de Roma: Paula, Eustoquia y algunas doncellas consagradas a Dios por el voto de virginidad.
Había deseado Paula, desde muy antiguos días, visitar el Oriente, y, sobre todo, Palestina; y ahora se proponía realizar sus deseos con la máxima amplitud, puesto que su plan era no emprender viaje de regreso.
Esta decisión fue solidificándose y concretándose al visitar, en santa peregrinación, los Santos Lugares, junto con la comitiva de Jerónimo. Fueron tan grandes sus emociones, especialmente la que le produjo la santa Cueva de Belén, que resolvió quedarse para siempre en la Tierra del Salvador y establecerse, precisamente, junto al lugar de su Nacimiento.
La misma decisión había tomado Jerónimo. Determinaron, pues, levantar dos monasterios: uno para hombres y otro para mujeres. Bases de las dos comunidades serían los compañeros de Jerónimo y las vírgenes venidas con Paula. ¿Recursos económicos para la realización de ambas obras? La venta de unas granjas de Dalmacia, patrimonio de Jerónimo, del cual había entrado en posesión por la muerte de sus padres; y una magnánima aportación de la noble viuda.
Sin embargo, antes de emprender las construcciones, quiso Jerónimo visitar Egipto. Visita de unos meses. Hasta entrado el año 386 no estuvo otra vez en Palestina, dispuesto a permanecer en Belén, y a trabajar intensamente, en definitivo retiro.
En el curso de su viaje por el país de los Faraones, no había cesado de recoger conocimientos y abundante material bibliográfico para una gigantesca empresa, que estaba resuelto a ejecutar: la revisión de toda la Biblia, a base de los textos originales. Oportuno será recordar aquí que el formidable erudito no es viejo, a pesar de sus canas: acaba de cumplir sus cuarenta y dos años.
No tardaron los dos monasterios en poblarse y tener una vida próspera, reinando en ambos un alto espíritu de disciplina y fervor.
El propio Santo, en sus cartas, elogia a las dos comunidades, integradas por monjes y religiosas de diversas regiones lenguas. Mientras tanto, él se había escogido como celda de trabajo y oración una especie de gruta muy cercana a la del divino Salvador y de los dos monasterios, situados a cien pasos uno del otro, junto a la iglesia de la Natividad; y allí, en actividad incesante, se había sumergido en el dilatado período postrero de su vida...
Tres decenios y medio de labor enorme, de la cual apenas podemos formarnos idea. Tres decenios y medio de largos rezos y contemplaciones, pasto sabrosísimo de sus días y de sus noches. Tres decenios y medio de ayunos, flagelaciones y acerbos ejercicios de mortificación, que eran verdadero recreo para su alma y que más parecían aguzar que no debilitar su inteligencia. Hermanamiento perfecto de la obra ciclópea del intelectual y el vivir en Cristo, gozando y sufriendo con Él, en absoluta entrega.
San Jerónimo, como intelectual, es, ante todo, el traductor latino de los Libros Santos, a base de una cuidadosa revisión de los originales y versiones primitivas. Hay que exceptuar unos pocos, que en la llamada Vulgata jeronimiana se hallan según una antigua versión llamada ítala.
Pero no fue exclusivamente traductor, en su tarea bíblica. La completó con sus comentarios de la Escritura, densos, agudos y de gran volumen. Nadie tan preparado como él para el comentario como para la versión. Poseía bien el hebreo, el caldaico, el griego, el latín; había examinado las versiones griegas, había leído casi todos los tratados exegéticos y teológicos anteriores a él, y era un acabado humanista. Por encima de todas estas dotes, añadamos su santidad, su amor a la verdad, su reverencia profunda a la palabra de Dios...
Escribió, además, el libro De viris illustribus (bellas biografías de escritores eclesiásticos), que por sí solo merece un puesto distinguido en la literatura cristiana; y otros tan sugestivos como las vidas de San Pablo primer Ermitaño, San Marcos y San Hilarión; un tratado de etimología y geografía bíblicas, sólido estudio sobre lugares y nombres hebreos; varias traducciones de obras teológicas griegas; y su magnífica serie de epístolas, que en todos los siglos posteriores han sido delicia de las almas selectas.
Hay que señalar también que San Jerónimo fue hombre de mucha correspondencia; gracias a la que recibía, desde su rincón estaba al corriente de cuanto sucedía en el mundo cristiano, sobre todo en el orden cultural.
En su retiro no se vio libre de luchas y espinas. Fueron las principales: su angustiosa intervención en la llamada controversia origenista, que duró varios años, tomando parte en ella los más distinguidos teólogos orientales, y cuyo origen fueron los errores deslizados en los libros de Orígenes, fallecido en 254; la campaña contra el pelagianismo, herejía sobre la gracia, aparecida y propagada a principios del siglo V; la contienda con el español Vigilancio, una especie de pre-luterano, que combatía el culto a los santos, la plegaria por los difuntos, el ayuno, el celibato del clero; unas discrepancias de orden exegético con San Agustín, que dieron lugar a una serena y ejemplar disputa; y, finalmente, fallecimientos de personas muy amadas, entre ellas Paula (404) y Eustoquia (418), y trastornos políticos internacionales que le causaron aflicción indecible.
Aplastado por estos últimos, desorientado ante el panorama que el territorio del Imperio romano ofrecía, exhaló su último clamor el viejo león, asomado a una nueva luz. El orbe civilizado estaba sufriendo grandes devastaciones y zozobras, a causa de la progresiva penetración de los bárbaros.
Los godos se esparcían por Occidente, mientras los hunos se desbordaban por extensas regiones orientales. Incluso los monasterios de Palestina, entre ellos los de Jerónimo y Santa Paula, fueron desalojados, ante la alarma de que las huestes de Atila se dirigían a Jerusalén. Afortunadamente, cambiaron éstas de rumbo.
En 410 cayó Roma en poder de Alarico y fue entregada al saqueo durante largas jornadas. Innumerables fugitivos arribaron a las playas de Oriente, viéndose Palestina inundada de ellos, los cuales proporcionaron a Jerónimo una sarta de trágicas noticias, que significaban la agonía de un mundo y fueron la del ínclito Doctor.
Categoria: Santos Catolicos
Publicado: 2021-09-17T19:16:01Z | Modificado: 2021-09-17T19:16:01Z